jueves, 2 de abril de 2020

HASTA LA MÉDULA

Cristian Goya, con tan sólo 38 años fue trasplantado cardíaco y de médula ósea. Una historia de vida entre la muerte y el milagro.


El paisaje se muestra gris, sórdido. El sol se escabulle tras aquellas nubes regordetas que intentan no ser agarradas por el auto que corre, a toda velocidad, contra el viento. El destino de este viaje está marcado, aunque nunca se saben los imprevistos que pueden ocurrir. Nadie está exento, cualquiera puede ser parte. Y eso está muy claro. Cristian Goya, conoce muy bien esa frase que se refleja en su alma y en la cicatriz que lo recorre desde el corazón hasta la espalda como una ruta que le permitió volver a nacer. “Flaco, volvé otra vez y volvé a empezar” le dijeron. Su vida había dado un vuelco que jamás olvidaría. La ciudad de Coronel Suarez, ubicada a casi 500 KM. de la Capital Federal, se destaca, por ser cuna del polo, por tener una de las fábricas más grandes a nivel nacional y por acoger en su seno al primer trasplantado cardíaco y de médula ósea.

A principios del año 2008, su vida era perfecta, trabajaba bien, era un obstetra fantástico y reconocido, “yo siempre digo que lo mío era el sueño americano”, al igual que muchos de ellos repartía su tiempo entre el consultorio y los deportes. Amaba jugar al tenis, jugaba alrededor de dos horas diarias; hasta que entre raquetas y polvo de ladrillo su respiración comenzó a escabullirse en mayo, comenzó a abandonarlo dando paso a una insuficiencia cardíaca. Su contrincante tenía nombre y apellido: la amiloidosis, una sustancia que se fue apoderando de su sangre hasta que fue ocupando su corazón impidiéndole a éste cumplir su tarea normalmente. Cristian pasó de ser médico a convertirse en paciente, de realizar biopsias y estudios a ser investigado. La primera solución no tardó en llegar, la guerra se llevaría a cabo con artillería pesada, a Cristian le comenzaron a realizar sesiones de quimioterapia; pero “no me funcionó, las descompensaciones eran frecuentes y la única opción que quedaba era la del trasplante cardíaco con una opción de posterior trasplante de médula ósea”; pero, la batalla perdida no le impediría intentar ganar la guerra.

Se mudó a la capital porteña, junto con su madre y su mujer, Cora, que con un embarazo ya avanzado, buscaban ganar el mejor partido de su vida. Coronel Suarez, había quedado en un pasado que no se sabía si alguna vez tendría un presente. “No podía creer ver en la calle gente con cara triste, yo pensaba todo lo que podían disfrutar, mientras yo ni siquiera podía caminar”, sus pasos eran lentos; era como un anciano inserto en un cuerpo joven que estaba siendo partede una metamorfosis increíble. Y todo en cuestión de meses. 

En Septiembre, Cristian, había ingresado en la lista de espera del INCUCAI. El Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante de la República Argentina (INCUCAI), es el que regula todas las actividades que entran en juego a la hora de la necesidad de un trasplante, desde la ablación (operación para extirpar los órganos) hasta el viaje de los órganos y posteriores trasplantes. Él tenía el número quinientos en la lista, pero con el correr de los días y al chequear en la página del organismo nacional, su puesto ascendía o disminuía, porque muchos de los que se hallaban detrás, al entrar en emergencia nacional ocupaban “el podio”. En esta lista no hay colegas, ni arreglos de ningún tipo, es el mejor ejemplo de igualdad. “En aquel momento, me daba mucha bronca porque decía cómo puede ser que un tipo de sesenta años que ya vivió su vida esté antes que yo, y yo con treinta y cinco años, y un hijo en camino no pueda avanzar casilleros”. Hoy reconoce que es uno de los sistemas que mejor funcionan en nuestro país.

Su situación fue empeorando paulatinamente, pasó de vivir en un departamento y visitar el Hospital Italiano a diario, a quedarse internado eternamente en la planta baja del lugar, en Unidad Coronaria. Esas camas blancas, puras, se lo iban comiendo de a poco, lo consumían; las drogas constantes le daban la llave a otro mundo del cual volvía por momentos para ver su desesperado estado, “estaba con los dos brazos abiertos de par en par y tenía las bombas de infusión donde ponen la medicación y cuando despertaba y veía que en vez de haber una como había, había dos; después me volvía a despertar, no sabía el tiempo que había pasado y había cuatro”.

En el mes de julio, Cora, su mujer, comenzó a tener contracciones. Él, como obstetra sabía que eso sucedería y con el fin de estar presente en el parto, había informado con anterioridad a los médicos del Hospital. Nadie creía que aquello que el pronunciaba lentamente, modulando cada una de las letras de la frase, se haría realidad. El 26 de julio, su señora, desde la maternidad del mismo nosocomio, ubicada en el subsuelo, mandó a informarle que su hijo estaba por llegar. Cristian, perplejo, le gritó al médico residente, a la una de la madrugada, que él se iba, que le firmaba donde quisiera, que le quitaba responsabilidad, pero que él se marchaba. Una jugada al destino, porque ni siquiera podía dar dos pasos sin caerse. El camillero se abrió paso entre la desgracia y con una silla de ruedas lo llevó junto a su mujer. El embarazo que tanto habían buscado y deseado había llegado a su fin: “no era una postal de felicidad porque yo con más cara de muerto que de vivo estaba ahí, pero bueno fue un momento que disfrutamos porque era lo mejor que se podía en ese momento”. Joaquín vio a su padre por primera vez y Cristian intentó guardar en su retina clara y nítida, el recuerdo de su primer llanto, de esas primeras lágrimas, de esos pies tan pequeños y de ese rostro tan familiar. No sabría si volvería a verlo,quería dejarle en un instante los treinta y cinco años que cargaba encima y demostrarle en un mísero segundo que el amor que le tenía le encendía nuevamente un corazón que se iba extinguiendo.

Las agujas del reloj corrían, los días pasaban y Cristian se volvía un paciente de mayor complejidad. El conocimiento es un arma de doble filo, genera frutos, otorga herramientas, pero también asusta. Ser médico era para Cristian, en ese momento, lo peor; sabía que mayor cantidad de aparatos era sinónimo de que se estaba apagando de a poco. “Cuando ves el cartel de fin cerquita tuyo, decís 3 meses más es lo único que quiero, que quiero ver un poco más a mi hijo”. A pesar de ello, Cristian, nunca se pregunto porqué a mí o a la inversa, porqué no a mí; siempre supo que era lo que le tocaba y lo que debía enfrentar; debía ponerle mucha energía, este era el partido más importante, el parto más difícil de toda su carrera. Cristian tenía que luchar y no bajar los brazos.

A fines del mes de octubre la situación de Cristian era irreconciliable, no había vuelta atrás, y entrando en emergencia nacional ascendió los casilleros que tanto deseaba. En siete días se pueden realizar muchas cosas, tantas que se pierde conciencia rápido de lo que uno realiza en una semana. No solemos darnos cuenta de lo valioso que suele ser el tiempo, y sobretodo el vivido. Ese tiempo fue lo que tardó en aparecer el corazón que ocuparía su lugar dentro del cuerpo de Cristian. Un órgano del que no se sabía su origen pero sí su destino. Ocho horas duró el trasplante. Ocho horas interminables, duras para sus familiares que aguardaban afuera cualquier novedad que saliese del quirófano.

A la operación le siguieron varios días de terapia intensiva, una medicación que debe de tomar de por vida para no rechazar el órgano y cuidados por demás intensivos. “Es verdad que el trasplante es para todos, el problema está después, porque una vez operado uno debe estar en un lugar aseado, lo más higiénico posible y ahí las condiciones no son iguales para todos”. Cristian recuerda que en la cama de al lado había un hombre que también había sido sometido a un trasplante, “los familiares se tenían que turnar para ir a verlo porque no les alcanzaban las monedas para el colectivo; no sé las condiciones en qué vivirá ese muchacho”.

Pero la historia de Cristian Goya no terminó en este trasplante. Meses posteriores a su operación le siguió otra, la que introducía en el juego de la vida a otro protagonista. La enfermedad de Cristian estaba en la sangre y para combatirla había que avanzar en lo más profundo de su ser. En el mes de marzo del año 2009 fue sometido a una nueva intervención, que lo llevaría a ser un caso inédito en la región, el autotrasplante de médula ósea.

Cristian, como muchos en igual situación, previo a su problema, no era donante expreso; si bien les informaba a sus pacientes la necesidad de donar los órganos, lo hacía como un formalismo o por ética médica. Lo difícil es cuando a uno le toca estar del otro lado. Es cierto queos mitos recorren como una sombra al tema de la donación y el trasplante de órganos, pero esta no es ninguna tarea sencilla “por cada movimiento de trasplante que existe hay más de ciento cincuenta personas trabajando”; lo mismo sucede para obtener la medicación que se debe tomar de por vida, “se debe demostrar frente a la obra social qué te trasplantaste y cómo”, sino la cobertura no corre y los remedios cuestan alrededor de cinco mil pesos mensuales. A esto se agrega que para ser donante es necesario tener muerte cerebral, es decir que si una persona muere de otra causa, no puede donar sus órganos. 

Hoy reconoce que todo se basa en la solidaridad, “uno da sin pedir nada a cambio; cuando estaba internado pensaba siempre en mi hijo y si yo pudiera acompañarlo al jardín y me imaginaba eso y cuando vos estás en esa situación, por momentos decís, que lejos que está, que difícil lo veo; y hoy gracias a un gesto lo llevo, lo traigo y termino el consultorio rápido porque lo único que quiero es ir a buscarlo y creo que nos pasa a todos”. En estos casos no sé discrimina ni por sexo, ni por raza, ni por nacionalidad, ni por color de cabello.

Tan sólo un minuto lleva tomar la decisión de expresar la voluntad de donar los órganos “no es necesario que sea explícito o escrito uno se lo puede decir a sus familiares, son temas que se deben hablar”. Veintiocho mil ochocientos segundos duró el trasplante hasta que finalmente Cristian despertó de su pesadilla. “Flaco, volvé a empezar”, le dijeron y así fue.   


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