sábado, 15 de agosto de 2020

ELLA

Siete y treinta de la mañana, y el maldito “tititititi” del despertador me tortura el cerebro... No lo soporto más y de un golpe lo callo pero su muerte en el piso me levanta de un susto. Giro con los ojos entreabiertos y veo por la ventana enormes nubes, regordetas y con paso lento que anuncian para la tarde una fuerte lluvia. Y a mí no me importa. Me levanto con pereza como si mis piernas tuviesen que pedirle permiso al resto del cuerpo para moverse, camino por el pasillo angosto que lleva de mi cuarto al baño y me sumerjo allí como si fuese mi máquina para la metamorfosis: de allí saldré maquillada, vestida y aseada. Pero aún no puedo irme, debo pasar por la cocina que me espera con su ritual de todas las mañanas, el bendito café con leche, ni muy claro, ni tan oscuro... Y ahí la veo a ella, tan clara, tan nítida, con su nariz respingada, su cabello gris con la apariencia de un peinado de peluquería y sus lentes que reflejan el gran titular del matutino. Ella también está bebiendo su “mitad y mitad”; leyendo para todos las noticias del día y el humo le empaña los vidrios pero ella no se muta; su voz sigue firme.... ¿cuántas veces le habremos dicho que lea para ella? Y ahora no me importa. El viaje nos espera y ella ya tiene listas sus maletas ¿por qué será que dejo todo para último momento? Mis potenciales olvidos que anoté en un papel blanco sobre la mesa de la cocina, se convirtieron en acto; ya no quedaba tiempo, las agujas del reloj y el desayuno me consumieron mis últimos minutos.

El anden está lleno, centenares de niños con boinas que corren de un lado a otro, padres desesperados a los gritos, y el tren que recién llega a la estación. El guardia toca el silbato y da la orden para que podamos subir, las puertas con su pintura y sus maderas desgastadas son manuales; un tipo gordinflón, muy años ´30 con tiradores, que se nos adelanta en el paso logra abrirlas; y ella escala el escalón clavando su zapato negro con hebilla dorada. Yo la sigo, tímidamente por detrás, intentando reconocer esas enormes estructuras, esas ventanas enlatadas con cortinas de hierro verde. Finalmente, arribamos a nuestros asientos, que aunque son demasiado derechos nos servirán de cama para el trayecto del viaje. 

La máquina comienza su andar, y yo ya harta de mirar por la ventana el paisaje gris y poco cambiante; giro para volverla a ver. Sus ojos se detienen en mi mirar, esos ojos grandes que se esconden en su rostro me observan fijos. Me toma la mano y me observa las uñas ¿cuántas veces me habrá dicho que una dama debe tener las uñas largas? Ya no me importa... Sólo quiero que la  siga sosteniendo unos instantes más... Quiero seguir tocando su piel rugosa, cálida, experimentada; quiero mantenerla allí. La curvatura de sus labios comienza a moverse y presiento que intenta decirme algo. Su voz desliza un suave murmullo, pero no alcanzo a escuchar; un ruido muy agudo lo tapa. Le pido que me repita la frase pero el ruido se hace cada vez más insoportable...

Siete y treinta de la mañana, y el maldito “tititititi” del despertador me tortura el cerebro...

No lo soporto más y de un golpe lo callo pero su muerte en el piso me levanta de un susto.

Me levanto con pereza pero esta vez voy derecho a la cocina, para encontrarla nuevamente a ella con el café con leche “mitad y mitad” como nos gusta. Pero no está, ya no está...

Me tranquilizo...Mi abuela siempre vivirá en mí.

 


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