sábado, 28 de noviembre de 2009

LA LLORONA NO TIENE QUIÉN LE LLORE

Gloria Galván llevaba grabado a fuego el dicho popular “del polvo venimos y al polvo vamos”; sin embargo, jamás creyó que le llegaría ese instante. Sabía que no estaba exenta, pero quería evadirlo. Al menos intentaba no pensar en ello. Pasaba sus noches en vela queriendo escapar al hecho más seguro en esta vida: la muerte. Pero el día llegó y la encontró dormida. Sin posibilidad de enfrentamiento, se apoderó de su cuerpo, de su mente y de sus últimos suspiros. Sin dejarla luchar se la llevó lejos, muy lejos. Pero “toda muerte es principio de una vida”, decía el cubano José Martí; y cuando los ojos de uno se cierran, se abren los de la industria funebrera.
“No hay que hacerle el mal a nadie, pero que no me quede sin trabajo” anuncia Carlos Luis Taglioretti, dueño de Sucesión Juan Carlos Taglioretti, de Goya, Corrientes; y pro tesorero de la Federación Argentina de Asociaciones Funerarias, que reúne a más del noventa por ciento de las casas velatorias de todo el país. La idea, tal como a uno le enseñan de chico, no es desearle la muerte a nadie, pero también saber que éste, es un negocio.



Y Gloria lo sabía, podía elegir. Los había de todos los colores y tamaños. Los había chicos, medianos y extra grandes. Los había tallados a mano, con asas de metal, bronce y oro. Los había mediocres y hasta presidenciables. Los había para todos los gustos y todos los precios. Los ataúdes tienen una variedad que resulta indescriptible para aquel que no está habituado a tratar día a día con ellos; y para Gloria no fueron la excepción, a pesar de su vasta experiencia. “Tenemos más de ciento cincuenta en stock”, dice orgulloso René Patrault, quien ostenta junto con su hermano Alberto, la única funeraria de la Ciudad de Coronel Pringles; ciudad con veintitrés mil habitantes situada al sur de la provincia de Buenos Aires y surgida tras las Campañas del Desierto llevadas a cabo por Roca.
“La Galván” como la conocían en Pringles, era dueña de un bolichito en las zonas más bajas y durante su juventud asistió a todo funeral en donde su presencia fuese solicitada. Por tan sólo unas monedas, trasladaba su cuerpo. Llegaba a los sepelios alrededor de la una de la madrugada cuando sólo se encontraban al lado del cajón los familiares del deudo, y rosario en mano daba inicio al ritual. Gloria Galván era la rezadora del entonces pueblo, la que con su humilde presencia hacia llorar a todos. La situación se prestaba para las lágrimas: de noche al lado de un cadáver, terminaban llorando todos. Por eso había adoptado el nombre de “la llorona”; una práctica que durante mucho tiempo había tenido su espacio pero que ahora, con su muerte, caía en desuso, como tantas otras que en ciudades chicas del interior, ni si quiera existen. Tal es el caso del maquillaje mortífero y de la tanatopraxia (tratamiento del cadáver con elementos químicos). La cosmética no es utilizada todavía en estos lugares, pero sí se arregla el cuerpo lo mejor posible; “nosotros lo que nos piden que hagamos, lo hacemos, si hay que bañarlo se baña” afirma contundente Alberto Patrault. Y ante esto, las lenguas suelen dar rienda suelta a los rumores, “pueblo chico infierno grande”, reza el dicho y se cumple. “Es conocida la historia de Julio Ortizmedi, que tenía una joroba pronunciada y andaba con bastón” comenta Liliana Alvarez, nativa de Coronel Pringles y radicada en Capital Federal; “el día del velatorio, lo tuvieron que cortar al medio porque no entraba en el cajón”. Respecto a la tanatopraxia, para Carlos Taglioretti, quien hizo un curso en Rosario sobre esta temática, el no uso de estas modalidades se debe sobretodo a las costumbres de los pueblos; “lo mismo ocurre con el crematorio, acá no hay, sí en Corrientes capital, pero acá la gente no lo usa”. Al fin y al cabo, en las ciudades, como Pringles, “el espacio es bastante amplio en el cementerio” y según los Patrault no tiene sentido; sin embargo, el que quiere y tiene los medios puede trasladarse a una capital importante y acceder a tan “magro” beneficio.
La “tanatocracia” o democracia de la muerte se ha extinguido sin ni siquiera haber existido. Hasta en el preciso momento en que nos despedimos de esta vida no logramos la igualdad. “Los precios son según lo que elijas”, me dice Alberto, sentado en un sillón de pana verde antiguo y moviendo sus labios con dureza. El costo total va desde los mil quinientos pesos hasta los treinta mil. Está claro, en esta ciudad devenida a pueblo la prestación, que consta de los trámites para el acta de defunción, el papelerío para la ANSES, el velatorio y el traslado al cementerio, entre otras cosas; tiene su valor. Sin embargo, en el interior, a diferencia de las grandes capitales del país, se brinda un SERVICIO, con todo lo que ello implica: estar disponible los trescientos sesenta y cinco días del año, las veinticuatro horas: “somos esclavos, la gente cree que nosotros no dormimos”. Muchos de los pringlenses colocan a la funeraria como una de las potencias de la ciudad, junto con la cooperativa y la municipalidad; pero no todo lo que brilla es oro: “acá tenemos gente que es el tercer muerto que traen y no nos paga, pero qué vas a hacer ¿le vas a dejar el muerto en la vereda?”, las facilidades que otorgan son cada vez menos. Además, a la no “entrada” de dinero se suman los costos. Las casas funerarias del interior cuentan en su haber con los autos que se utilizan para la ceremonia (a diferencia de las grandes capitales donde se alquilan) y éstos deben estar impecables siempre; nunca va un mismo auto a un entierro sin ser lavado por dentro y por fuera. Y es que la vida de un funebrero no es nada fácil. Sobretodo, porque el inconveniente con el que asisten las personas que van a una casa velatoria, es un problema que no tiene solución. “A veces te ofenden cuando estás tratando un servicio y uno se la tiene que tragar”. A esto se le suma el inconveniente de la familia, que suele no aceptar el trabajo. “Hay recriminaciones de todo tipo, porqué no poner un sereno, porqué no dejar empleados; desde afuera todos tienen la solución, pero hay que estar”.
Alberto Patrault cuenta con más de cuarenta y cinco años en esta profesión y dice no tenerle asco a nada. Entró cuando tenía tan sólo quince años, gracias a su hermano, que se había casado con una funebrera, la hija de Altabe, en esos momentos dueños de la empresa. “Al primer muerto que me tocó le habían cortado la cabeza y pensé: si paso este ya está”; efectivamente, “Beto”, como le dicen los cercanos, sorteó el desafío con una entereza indescifrable. “Está bien que yo estaba predispuesto, pero es difícil, a veces te toca ir a buscar cuerpos que ya están en descomposición”. Pero a pesar de la dificultad, las casas velatorias son uno de los negocios que más bajo nivel de rotación de personal tienen. Tanto los hermanos Patrault como Taglioretti tienen empleados de más de quince años en la empresa cumpliendo funciones. Como contrapartida, están los que se arrepienten a las pocas horas de haber aceptado el empleo. No es un trabajo para cualquiera. René y Beto hacen hincapié en la presencia: “un tipo que viene a buscar trabajo acá con un arito, tatuaje o pelo largo, que se pegue la vuelta sin preguntar nada; tienen que estar presentables porque para eso cobramos”. El que supera las estrictas condiciones, pasa a la categoría de empleado permanente.
Hablar de la muerte es también reescribir la historia. Desde los comienzos de la especie humana, el hombre ha buscado distintas formas de despedir a un ser querido. En un principio se realizaban todo tipo de bailes y ceremonias. Con la evolución y el paso de los años, las costumbres fueron cambiando y se pasó a prácticas similares a las actuales. Los primeros velatorios se realizaban en las casas del fallecido y la funeraria debía llevar al lugar todos los componentes necesarios para el evento: “las sillas, las estufas, se ponían maceteros de robles con flores artificiales y seis candelabros cada uno con doce luces”. Era toda una mudanza. Solía ocurrir, en las casas de bajos recursos que al enchufar todo, saltaban los tapones y debía asistir una usina eléctrica para abastecer el sepelio. También se modificaron los traslados, de la antigua carroza excéntrica, monumental, con una enorme cruz clavada en el techo y dos cocheros vestidos de traje negro que dirigían la batuta; se pasó al coche fúnebre. Y de las antiguas tarjetas de invitación al sepelio y agradecimiento por haber asistido que iban cruzadas con una franja negra de luto se pasó a la nada. “Era una cuestión de respeto; ahora te pasa de que estas en un velatorio y no sabes si están en una fiesta”, dice Alberto con enojo.
Pero no todo es negro en el universo de la guadaña también hay hechos que adquieren comicidad; y Gloria Galván los había vivido. A los hermanos Patrault les ha pasado dos veces el tener que ir a buscar gente que aparentemente estaba muerta, pero que finalmente vivía. El primero de ellos, había intentado suicidarse. Cuando llegaron con el furgón la viuda sostenía el cuerpo desde sus manos; sostenía un cuerpo que todavía latía. Finalmente, el hombre sobrevivió y durante muchos años más visitó a los hermanos diciéndoles pero “¡qué locura, qué macana que me mande!”. El otro era un hombre que vivía solo y que abandonado se lo había dado por muerto, cuando no era así.
Para los Patrault el cambio de traslado, si ir a la cochería o llevarlo al hospital, no es complicado; por una módica suma uno accede al servicio de ambulancias; “nosotros acá tenemos dos sociedades: una es Patrault servicios sociales y la otra Patrault & cia.; servicios sociales son los socios que tenemos”. La cobertura, consta de ambulancia gratis en el radio local, descuentos para traslados a distancia y el servicio funerario. Todo en uno. “Ya tienen el sobretodo puesto”, sonríe René.
Gloria Galván, no había contratado nada el día de su muerte; a la que había acompañado a centenares de familias en los momentos más difíciles, le tocaba superar el desafío. Y debía sortearlo sola. La llorona ya no tenía quién le llore.

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